Tony Soprano es a la televisión lo que Ethan Edwards al cine. Es curioso ver cómo dos producciones tan diferentes como Los Soprano y Centauros del desierto dialogan a través del tiempo y las pantallas, aunque sea en lo estrictamente industrial. Ambas nacieron en las postrimerías de un período clásico, cuando parecía que todo estaba hecho, e institucionalizaron el know-how que se venía gestando durante años y se fue perfilando después. A John Ford se unieron William Wyler, Douglas Sirk o Alfred Hitchcock igual que David Simon, Matthew Weiner y Vince Gilligan a David Chase, salvando las distancias de la autoría, cuestionable en cine como en televisión. Delante tanto de Los Soprano como de Centauros del desierto aparece siempre el término antihéroe, una palabra que huele a rancio que apesta ("la primera muesca de la rueda de una cadena de producción de antihéroes", escribieron en Nokton Magazine sobre Tony Soprano, la definición más bonita que he leído últimamente con el palabro en cuestión) pero que remite con puntería a la deconstrucción del mito norteamericano que creó el cine y que ahora se deshace en imágenes televisivas.
La vigencia de Los Soprano, una serie que con el tiempo se ha
llegado a considerar como un emblema demodé de la televisión de
calidad, volvió a la arena seriéfila con motivo de la muerte de James
Gandolfini, que sí, que también tenía pelis buenas, pero que dedicó los mejores
años en la carrera de todo actor a dar vida a un personaje de televisión. Y no uno
cualquiera sino uno sin cuya existencia sería difícil imaginar la de Morgan Dexter,
Donald Draper o Walter White, así como sin Los Soprano sería inconcebible la desmitologización
de lo occidental que han pulido otras ficciones. El discurso sobre las virtudes
de la ficción parece estar también pasado de moda pero realmente Los Soprano sigue
siendo inaccesible para el público que
todavía ve con los ojos de la costumbre quince años después de su estreno. En 2007 Javier del Pino habló en El País sobre Los Soprano más allá de sus divertidas referencias a El Padrino de Coppola, y dos años antes en 2005, el escritor Glen Creeber ya analizó el definitivo '¿de qué va Los Soprano?' en Big Drama on the Small Screen, hoy un libro de cabecera para la academina universitaria en la investigación sobre televisión.
Los Soprano es un momento imprescindible de la televisión
por motivos tan industriales como sociales. Más allá del acercamiento de la
serie al formato cinematográfico o del protagonismo indiscutible de un
personaje despreciable, en este caso un patriarca de la mafia, la de David Chase se consagró como la primera gran novela norteamericana 'televisada' –después
llegó The Wire con su espíritu dickensiano y más tarde Mad Men, ésta quizá más
fitzgeraldiana–, y como tal, con un poso sociocultural considerable. Los
Soprano articuló en fascículos televisivos –por ello lo de que una gran serie nunca será 'puro cine'– lo que Coppola hizo a su manera en El Padrino, incluso John Ford en Centauros del desierto. Servirse de un gran mito, sangriento o no,
de la historia yanqui, en este caso el hampa, para profundizar en la decadencia de ese imaginario (el mafioso en chándal con problemas de ansiedad
que ve cómo sus jefes inmediatos mueren de cáncer o consumidos por el
Alzheimer, por ejemplo) tanto como de lo cultural (lo obsoleto de la
masculinidad y la familia como referentes, o del honor y la confianza como
valores), en una época de cambio como fue el pre y el post 11S. ¿Merece la pena retomar el debate? ¿Tiene vigencia Los Soprano?
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