miércoles, 3 de julio de 2013

La vigencia de Tony Soprano


Tony Soprano es a la televisión lo que Ethan Edwards al cine. Es curioso ver cómo dos producciones tan diferentes como Los Soprano y Centauros del desierto dialogan a través del tiempo y las pantallas, aunque sea en lo estrictamente industrial. Ambas nacieron en las postrimerías de un período clásico, cuando parecía que todo estaba hecho, e institucionalizaron el know-how que se venía gestando durante años y se fue perfilando después. A John Ford se unieron William Wyler, Douglas Sirk o Alfred Hitchcock igual que David Simon, Matthew Weiner y Vince Gilligan a David Chase, salvando las distancias de la autoría, cuestionable en cine como en televisión. Delante tanto de Los Soprano como de Centauros del desierto aparece siempre el término antihéroe, una palabra que huele a rancio que apesta ("la primera muesca de la rueda de una cadena de producción de antihéroes", escribieron en Nokton Magazine sobre Tony Soprano, la definición más bonita que he leído últimamente con el palabro en cuestión) pero que remite con puntería a la deconstrucción del mito norteamericano que creó el cine y que ahora se deshace en imágenes televisivas.

La vigencia de Los Soprano, una serie que con el tiempo se ha llegado a considerar como un emblema demodé de la televisión de calidad, volvió a la arena seriéfila con motivo de la muerte de James Gandolfini, que sí, que también tenía pelis buenas, pero que dedicó los mejores años en la carrera de todo actor a dar vida a un personaje de televisión. Y no uno cualquiera sino uno sin cuya existencia sería difícil imaginar la de Morgan Dexter, Donald Draper o Walter White, así como sin Los Soprano sería inconcebible la desmitologización de lo occidental que han pulido otras ficciones. El discurso sobre las virtudes de la ficción parece estar también pasado de moda pero realmente Los Soprano sigue siendo inaccesible para el público que todavía ve con los ojos de la costumbre quince años después de su estreno. En 2007 Javier del Pino habló en El País sobre Los Soprano más allá de sus divertidas referencias a El Padrino de Coppola, y dos años antes en 2005, el escritor Glen Creeber ya analizó el definitivo '¿de qué va Los Soprano?' en Big Drama on the Small Screen, hoy un libro de cabecera para la academina universitaria en la investigación sobre televisión.

Los Soprano es un momento imprescindible de la televisión por motivos tan industriales como sociales. Más allá del acercamiento de la serie al formato cinematográfico o del protagonismo indiscutible de un personaje despreciable, en este caso un patriarca de la mafia, la de David Chase se consagró como la primera gran novela norteamericana 'televisada' –después llegó The Wire con su espíritu dickensiano y más tarde Mad Men, ésta quizá más fitzgeraldiana–, y como tal, con un poso sociocultural considerable. Los Soprano articuló en fascículos televisivos –por ello lo de que una gran serie nunca será 'puro cine'– lo que Coppola hizo a su manera en El Padrino, incluso John Ford en Centauros del desierto. Servirse de un gran mito, sangriento o no, de la historia yanqui, en este caso el hampa, para profundizar en la decadencia de ese imaginario (el mafioso en chándal con problemas de ansiedad que ve cómo sus jefes inmediatos mueren de cáncer o consumidos por el Alzheimer, por ejemplo) tanto como de lo cultural (lo obsoleto de la masculinidad y la familia como referentes, o del honor y la confianza como valores), en una época de cambio como fue el pre y el post 11S. ¿Merece la pena retomar el debate? ¿Tiene vigencia Los Soprano?

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