El día en que Shonda Rhimes y
Julian Fellowes compartan el espacio comprendido entre cuatro paredes se
romperá la televisión. Pensaba que nadie como la creadora de Anatomía de Grey y Scandal podría hacerme tan feliz y avergonzado al mismo tiempo, pero lo que
hace el dueño y señor de Downton Abbey me perturba muchísimo más. Olivia Pope va
de cara, la ves venir, pero el conde de Grantham te pilla por la espalda y te
la mete doblada; Scandal se toma muy poco en serio (no hay más que ver los
tuits del equipo de la serie en las noches de episodio), Downton Abbey va de
elegante y no pasa de ser un culebrón muy bien producido pero bastante burdo y
tramposo en ocasiones (es el efecto de lo made in UK, además del boom crítico que ha tenido siempre la ficción en Estados
Unidos). Y lo que es peor, nosotros nos lo creemos. Yo, incondicional absoluto de James Ivory y su Regreso a
Howard’s End, de la Sentido y sensibilidad adaptada por Emma Thompson, yaciendo con Downton Abbey cual victoriana con highlander. Pero
vamos, que me encanta; ya le gustaría a muchas series presumir de ese
nivel y llevarse al público y a los especialistas de calle como ella.
La cuarta temporada me ha marcado otro gol; la comencé entre el estupor de la
escabechina anterior y he acabado sonriendo y llorando de emoción
en pleno mercadillo de los Grantham. Me abandono. ¡Downton, poséeme!
Algo similar vivió el equipo de
Downton Abbey tras la emisión de su último capítulo navideño, en que
protagonistas y espectadores tuvieron que despedir a Matthew Crawley, esposo
recién parido de Lady Mary, en un accidente de coche mortal. Una decisión muy
acertada teniendo en cuenta las limitadas opciones que les dejaba la marcha de
Dan Stevens, desagradecido con la ficción que le había dado la fama. Julian
Fellowes volvió a demostrar ahí un gran sentido televisivo: sabe dar a su
género y a su audiencia lo que quieren, sabe ponerlos en posiciones morales muy
comprometidas (y sí, también vergonzantes) y sabe además salir de ellas con una
maestría que daría envidia a productores más laureados. Por no hablar de cómo ha
puesto a punto y ha mandado fuera de las Islas, y en época de crisis, una fórmula que siempre se ha
prestado a debates sobre el clasismo; como muestra la simbólica imagen partida
que sirve de cabecera, son los de la planta de abajo los que mantienen Downton
Abbey en pie. Cuestiones como ésta convierten a Fellowes en uno de los showrunners con mayor proyección pese a su edad, y sobre todo, a aquello
que merece un buen pulido, desde los personajes de un inmovilismo insoportable
(Patmore y su aburridísima cocina) a los que sirven de diana para toda
desgracia (los Bates por delante). Pero insisto: ojalá todo fueran placeres
culpables si ser un placer culpable es ser Downton Abbey.
La cuarta temporada de la serie
ha devuelto a Fellowes algunas de las críticas más feroces en lo relativo a sus
giros de guión. La violación que sufre Anna Bates por parte de un empleado de
Lord Gillingham, nuevo love interest de Lady Mary, dejó a todos con la boca
abierta y a muchos con un cabreo de narices. El guionista de Downton Abbey, que
siempre ha evitado los lugares comunes culebronescos, rematando con decisiones
originales, trata con su particular frivolidad (en casa de Robert los problemas
duran poco más de dos capítulos, sobre todo por el tiempo que transcurre en la
serie entre ellos) un tema que ya muy pocos se atreven a tocar, el de la
violencia sexual, por peliagudo y por viejuno en lo que se refiere a la
ficción. The Fall nos regaló hace unos meses varias lecciones sobre cómo abordarlo sin caer en el morbo o el victimismo, y lo cierto es que el culebrón
de ITV no se lo ha montado mal. El creador de la serie se lió la manta a la
cabeza con una trama que nadie esperaría, que todos criticarían y de la que
sabría salir, una vez más, a la perfección. El respeto con el que se rodó la
escena (a puerta cerrada, a lo Hitchcock en Frenesí) y esa distancia emocional
a la que acostumbra Fellowes sirvió para hablar de forma transversal de la
fortaleza del matrimonio Bates y del lado más oscuro del mayordomo.
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