SPOILERS de la primera temporada de Nashville
Nashville es esa serie de la que nadie hablaba hasta que ha
acabado. Pero no en plan calidad retrospectiva a lo The Wire; el culebrón
funciona mejor a lo montaña rusa. Cuando estás arriba el mamarrachismo
noventero te hace pasarlas putas, pero cuando te bajas estás loco por
repetir, sobre todo si hay cliffhanger con slow motion de por medio, y ya se sabe que en este
blog somos muy de la soap-opera de prime time. La fórmula culebronazo meets
musical con acordes country hizo de Nashville uno de los proyectos más
simpáticos de los Upfronts 2012 (este blog es tanto de la soap-opera como de
las Dixie Chicks), no solo por el divismo que prometían los tirones de pelo
entre dos reinas del banjo, sino porque Connie Britton iba a ser una de ellas,
la más reina, Rayna, que no se llama así en la ficción gratuitamente. Sin
embargo, la promesa de ABC, que comparte género y parrilla con otras más
mainstream como Revenge o Scandal, se desvaneció tras un piloto muy meh en el
que guión y canciones eran mucho más horribles de lo esperado. Pero qué bien le
sienta lo cutre a una serie como Nashville que 21 capítulos y algunos cuernos,
divorcios e hijos ilegítimos después está en todas las home de blog. Y el country se lo dejamos a las Dixie Chicks.
Y lo del cliffhanger con slow motion va en serio, por algo es
Nashville el culebrón más vintage. La escala es la siguiente: Revenge es la
más contemporánea, con twists que tiran de explosión y contraseña de base de
datos; Dallas consagra las telenovelas latinas de la década de los 2000 pero
también tiene tablet y Windows 9, y Nashville es pura guitarra, giro venezolano y
recurso noventero a lo cliffhanger con slow motion. El placer está servido. La
pelea de gatas entre la veterana y la advenediza es un rito de paso del género,
y aunque ha sido ése el atractivo de la serie, Nashville no ha podido con los
tándem Hewes-Parsons (Damages también era muy del culebrón) o Grayson-Clarke. La
cuestión es que la intención de Callie Khouri, oscarizada por el guión de Thelma
y Louise y hoy creadora de Nashville, no era honrar al género sino componer un
relato sobre la industria musical; el resultado, tan superficial que ha quedado
para hacer compañía a la Sue Ellen Ewing de turno. El enfrentamiento entre
Rayna James (Britton), una veterana del country que reivindica su gloria, y Juliette Barnes (Hayden Pannetiere), una joven estrella que huye del taylorswiftismo, no consigue contar nada nuevo sobre
eso tan jodido que dicen que es la fama.
Lo estrictamente musical tampoco nos invita a tomarnos Nashville en
serio, y eso que el encargado de tal tarea
es T-Bone Burnett, compositor clave de la industria y marido de
Khouri. El equipo del productor no ha logrado sacar más de un par de temas
interesantes (Casino, de Clare Bowen y Sam Palladio, y las actuaciones de
Lennon y Maissy Stella, que interpretan a las hijas de Rayna James, son lo
mejor de la serie), ni siquiera cantados por las protagonistas (y gracias,
porque son letales al micrófono). Si añadimos las disputas de producción que comentaba Deadline y el descontento de Connie Britton hacia el pésimo guión,
nos quedamos con una serie atomizada sin demasiado potencial que puede dar
gracias por seguir viva. A falta de un gran musical, genialérrimas son las tortas de Rayna y Juliette en plena gira: amores y paternidades imposibles (no hay forma de que Rayna y Deacon echen un polvo a gusto);
intrigas políticas de andar por casa (las del pánfilo alcalde Conrad, ex marido
de la James, y su suegro); ligoteos empalagosos sobre el escenario (Scarlett y Gunnar, la
mejor opción musical de Nashville), y dramas familiares variados (lo de
Juliette y su madre es de soap-opera de libro). Un culebrón como Dios manda, y encima con canciones pegadizas.
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