"You might think that, I couldn’t possibly comment". Cualquiera diría que han pasado 23 años desde que pronunció estas palabras Ian Richardson en 1990 hasta que Kevin Spacey tomó su relevo en 2013. 23 años han pasado desde el estreno de la serie británica House of Cards hasta el debut de su remake norteamericano, un diálogo temporal que sirve casi exclusivamente para demostrar lo visionario de la ficción inglesa y el liderazgo yanqui en lo narrativo y audiovisual. Ya habló Noelia Rodríguez en Series de Bolsillo sobre el reflejo que la versión USA ha proyectado de la original, dos series que, hechas de la misma pasta, la novela de Michael Dobbs y el guión de Andrew Davies, ponen en forma un discurso idéntico, sorprendentemente teniendo en cuenta el tiempo que las separa, que difiere solo en cuestiones de formato. Ambas ficciones dramatizan la venganza de un peso pesado de la política –el conservador Francis Urquhart en la pionera y el demócrata Francis Underwood en la moderna– que, tras ser relegado de un puesto en la Administración que le fue prometido, decide dar un golpe de Estado a través de una conspiración rastrera en la que no deja compañero con cabeza. ¿El precio? La traición, el delito e incluso el asesinato.
En una época en la que aún no estamos acostumbrados del todo
a la transgresión catódica sorprende que una serie de los noventa arriesgara
tanto en discurso y en planteamiento audiovisual. La House of Cards británica
se la jugó con un retrato cruel y despiadado, aún hoy muy actual, sobre la
dinámica política; después de cada vil jugada, Francis Urquhart se dirige al espectador mirada a cámara, una maniobra imagino que revolucionaria en la
televisión de la época, con la que nos acerca a la intrahistoria de su gobierno
tanto como nos obliga a conectar con él a través del control y el miedo. Una
estrategia que no resulta tan acertada en House of Cards USA, pues pierde parte
de la frontalidad a veces grotesca de la original; la evolución de la narración
norteamericana en estos años, la herencia psicoanalítica heredada de HBO que
muestran todas sus ficciones de calidad, acaba por humanizar a los personajes. Urquhart
es un villano clásico, de una maldad pura mucho más acojonante; Underwood es un
antihéroe yanqui, del que se exploran ciertos miedos y complejos –¿y una
homosexualidad soterrada?– en un capítulo 'retrospectivo' sobre su pasado como estudiante
en una escuela militar.
La estilización de la versión estadounidense en la ascensión
de su protagonista al poder es por otra parte un puntazo genial del equipo de
producción, liderado por Beau Willimon (Los idus de marzo), otro experto del
mundo político, y David Fincher: la nueva House of Cards es más disfrutable y
digerible –es imposible deshacerse del extrañamiento vintage al ver la original–,
pule las aristas de la británica y profundiza en los tejemanejes de la Casa
Blanca. Los cuatro capítulos de la de Ian Richardson saben a poco y dejan una
sensación perturbadora; los 13 de la estadounidense se recrean en ciertos
aspectos sin ser menos malrolleros. Además, gana en el resto de personajes: la
maquiavélica Claire Underwood (Robin Wright), a la que se retrata a base de
miradas, gestos y silencios en sutiles apuntes de guión, a diferencia
de la simple Elizabeth Urquhart; Zoe Barnes (Kate Mara), la periodista a la
que Underwood sirve de fuente (de ahí el lema de la serie, "You might
think that, I couldn’t possibly comment") es más terrenal que Mattie Storin,
que se 'sacrifica por amor'; Peter Russo (Corey Stoll), el cabeza de turco de
Francis, menos extremo y grotesco que Roger O'Neill.
En lo que sí coinciden ambas House of Cards es en lo
incisivo de la radiografía política. La de la BBC sorprendió entonces y
lo hace ahora por su discurso visionario –es un síntoma que una serie tan
cruel como ésta 'alabe' a Margaret Thatcher–, también en
lo referente a los medios de comunicación –Ben Landless, dueño del Chronicle,
es retratado como un Ciudadano Kane moderno–. La actual, de Netflix, se ha
servido de ello para apuntarse a la nueva excelencia para la crítica televisiva,
la tendencia más subjetiva del género en la que han abierto camino series
dispares como Boss, Homeland o The Americans. Hablan con libertad sobre la
infidelidad, las oscuras adicciones y los secretos sexuales en Downing
Street y la Casa Blanca… Sobre todo destaca la fría y frontal violencia a
través de la que nos acercan a la casta política; desde las escenas de caza
de Urquhart hasta ese final shockeante en la azotea del
parlamento; desde que Underwood sacrifica al perro de su vecino hasta que ejecuta
el falso suicidio de uno de sus aliados. La House of Cards británica actúa desde la
transgresión y el extrañamiento; la norteamericana, desde la estilización y la
empatía.
Ya sabes que yo me quedo con la versión british. Cada vez que veo la cara de Urqhuart a mi me da un respingo por el cuerpo y eso tiene que significar algo. Sin contar que la época de una y otra no es la misma. Que la BBC emitiera eso en los 80 es la leche!
ResponderEliminarAún tengo que ponerme con la segunda y la tercera temporada de la UK, sobre todo para que no me destripen nada de la USA, que por el momento es mi prefe... Quizá si hubiera empezado por la otra, como tú, la impresión sería otra. Anyway, ambas de sobresaliente.
ResponderEliminarUn saludo, Noelia :)